Después de Splash.

La lluvia cae a cantaros en la ciudad y el callejón a donde me metiste parece interminable y magnífico. Mi corazón va al ritmo del beat electrónico que se queda atrás, mi ropa se empapa y mi piel descansa del calor infernal de verano.
Pisamos la mezcla de vómito, orina y semen que se esparce en lo oscuro, nuestro camino es el más fétido... lo ha sido siempre. 
Nada pasa cuando tienes ganas de encontrar,  te tengo enfrente de mí, el premio de mi noche, con tu sonrisa de película, tu chamarra de cuero y tu cerebro más excelso que el de Volpi.

¿Pero qué encontrar? Me pasa por mi mente drogada mientras te alusino.

La única respuesta aparece cuando veo la tranquilidad de las masas que caminan lentamente como una gran mancha que ensucia mis posibles respuestas, incluso las más obvias.
Esa mancha vieja de doscientos años de edad que vive entre fútbol, tabaco, drogas y una guerra que todos ignoran. Esa mancha que amo, que odio, que escapo, que me retuerce la mente.

Este callejón que nos alberga, es el único que puede sentir ese llanto prolongado y lento que cargo por herencia, ese que aborrezco y que todos ellos degustan, disfrutan y hasta enaltecen.

-¿Tú qué encuentras?- Le pregunto mientras inhalo la botella de popper y me bajo a su sublime virilidad.
- Veo los pendientes que nadie arregla, nos veo a nosotros, entregados a lo que más importa- me dices mientras me agarras la cabeza y me encajas hasta tu último centimetro en la garganta.

-¿Quién te dijo que no puedes usar el morbo?- me dices- si tú eres el experto en esto.

Y descargas los multicolores de pastillas en mi rostro, y la lluvia se los lleva... nos lleva a los dos por el camino grotesco y nos limpia.
Nueva York nos protege con sus callejones, con sus pizzerías de 24 horas, y me vuelves a preguntar como siempre.
- ¿Y tu tierra surrealista donde está?
- Esa se la quedó Bretón- te respondo.

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